Vuelvo con una pequeña ráfaga de nostalgia gastronómica, en esta ocasión con un alimento que me trae por la calle de la amargura: el requesón. Las meriendas infantiles se convertían en una fiesta para mí cuando olía a leche hervida. Partiendo de un accidente (la leche se cortaba), teníamos como resultado un manjar en nuestros platos. Confieso que me daba un poco de lástima pensar que mi madre se hubiera quedado sin leche en aquellos tiempos en los que se compraba al día, y delante de la cazuela ponía cara de pena mientras por dentro estallaba de felicidad.
Porque entonces no existían los bricks, ni utilizábamos tantas palabras ajenas. La leche venía en botella de vidrio, sellada con un tapón metaloide, pasteurizada y a consumir en pocas horas. En Donosti reinaba Gurelesa, y en casa nos gustaba la azul. Por tanto no teníamos provisiones lácteas más allá del desayuno del día siguiente.
Aquel requesón sabía a leche fresca, tenía bien presente la humedad del suero, y se separaba en gránulos. Simplemente lo espolvoreábamos con azúcar y se convertía en la mejor merienda del mundo.
Y hoy es complicado encontrar un requesón como aquel. Tenemos la despensa llena de bricks de leche: desnatada, semidesnatada y entera, uperisada en UHT, una leche que no se corta ni a tiros. Y en el supermercado el panorama es igual de malo. Envases de plástico en los que reza requesón, a la sazón una masa compacta, derivado lácteo que nada se le parece, si acaso válido para hacer un pastel que oculte la diferencia. Los he comprado a espuertas, con la esperanza de volver a oler a leche fresca hervida, a suero, y morder sus gránulos azucarados. Nada que ver.
Pero hay un reducto, una esperanza. Un gran hipermercado que muy de cuando en cuando pone en el lineal de los lácteos unos cuantos envases de requesón de oveja del de verdad. Siempre que voy me acerco con la esperanza de encontrarlo, pero pocas veces al año me llevo a casa el tesoro. Esta semana he podido hacerme con medio kilo, he sido feliz merendando y oliendo, y cucharada a cucharada, he vuelto a la calle San Marcial, a esa cocina con suelo de damero por la que un día gateé.